Parir

Una arruga del tiempo se despliega para tenderse entre las piernas de una mujer. Una mujer con las piernas abiertas, los genitales hinchados, las manos reconociendo lo que apenas pueden ver, convocadas como por un imán hacia el centro del placer.

El dolor fundido en el cuerpo.

El dolor como un maestro templando la paciencia. Y enseguida el alivio, rítmico. Un latido constante alterna el poder y la desmesura, la contracción y el desborde. Lo que ha empezado se desencadernará. Como un flor, como un volcán, el cuerpo de la mujer se abrirá cuando sea el momento como se abre su boca al grito, como se abren sus piernas bien apoyadas sobre la tierra, como se abren sus ojos cada vez que descubre que se partirá en dos, que de su cuerpo saldrá otro, conocido, acunado, intuido cien veces pero ahora fuera de ella, puesto en el mundo donde la mujer apoya sus plantas, firme, tal vez para buscar en la tierra el secreto de lo que siempre ha sucedido, lo que seguirá sucediendo.

Una mujer de parto como puente entre el cielo y la tierra. Un arco que disparará la flecha de la vida y mientras se tensa exhibirá, de frente, el tamaño de su dolor, el inconmesurable tamaño de su poder, lo hondo de su boca, apenas un atisbo de la profundidad de su vagina, ahí donde la vida y la muerte entrelazan su abrazo; ese último abrazo antes de saber qué hostil, qué seco, qué despojado es el mundo.

Vendrá otro después, es cierto, el cuerpo de la mujer ahora madre rodeando tanto como pueda a ese cuerpo nuevo, inaugurando la nostalgia de haber sido uno hace un instante.

¿Quién puede mirar de frente a una mujer de parto? ¿Quién se anima a sumergirse en su dolor, en sus gritos, en su boca abierta? Hay que rendirse al poder de su milagro. Hay que blindarse de amor para no perderse en la oscuridad de su abismo.


Que las acuesten, que las tapen, que las aten, las dominen. Que las callen. Que diseccionen su vagina y lo que de ella se extrerá como si tratara de una cirugía. Que corten, que cosan, que no se porten bien, que se rasuren, que no ensucien. Así se ha pretendido domesticar a la mujer de parto por no saber rendirse a sus pies, por no poder o no saber tender el puente del amor; quizás por evitar esa nostalgia básica por el refugio en el cuerpo de la madre. Imposible. Como un latido, rítmico y constante, un llamado ancestral en el intervalo entre el dolor y el desborde, el deseo se presenta y es fácil, es inexorable para una mujer de parto saber lo que quiere y lo que puede. Y hasta el tiempo se rinde y despliega su arruga para que quepan dos donde antes hubo uno.

Marta Dillon
Extraído de la revista Crisis que empezo a salir de nuevo este año. Es parte de un ensayo con fotografías preciosas de Tali Elbert del hospital Misericordia en partos respetados.
Más fotos en: http://www.revistateina.org/teina19/articulos/imagenes/imag1.htm
Cortesía de Ceci.


Entradas populares