Paseando por las cumbres

El curso de la naturaleza y del hombre
no es de mi incumbencia.
No desdeño la fe en la inmortalidad,
ni a los sacerdotes taoístas
que buscan ese objetivo;
pero, si me preguntaran
cuál es la mejor manera
de cultivar el Tao,
diría: “Desarrolla la mente
y cuida bien el cuerpo”.

Paseando por las cumbres,
abierta la mirada peregrina,
el universo parece inmenso,
sus habitantes, sin número.
Pero, ¡ay!, son sólo unos pocos
los que consiguen el auténtico objetivo.

Para los que saben el secreto,
“no existe una sola cosa”.
Aprenden a abandonarlo todo y a practicar la sencilla quietud.
Cerrando sus puertas al amanecer, leen hasta la caída de la tarde,
barren el suelo y encienden un pedazo de fragante incienso.
Todo el día luchan con seis ladrones llamados sentidos
hasta que comprenden que figuras y formas son totalmente vacías,
luego despiertan a la verdad de que “no existe una sola cosa”,
de que el “espejo mágico” existe sólo en la mente.

Cuando se corta la reacción de los sentidos, sigue la autotransformación.
Entonces se muestra la quietud y se comprende que la forma es el vacío.

“El Buda es tu mente; tu mente es el Buda”,
las montañas verdes son nubes blancas en incesante transformación.

Desecha tu jade y tu oro; es mejor que olvides tal escoria.
La flor de primavera y la escarcha del otoño merecen más atención.
A los discípulos les gusta jactarse de inmensa longevidad,
¡pero diez mil años de vida pasan como un relámpago!

Cuando las flautas no paran de sonar ante la torre de la grulla amarilla
y, todas a una, las flores veraniegas engalanan la orilla del lago,
¿puede uno abandonar la tristeza y extinguir el deseo?
¿Quién sino la brisa del verano o la luna radiante lo podrá decir?
 
Lü Yen

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